El castigo de nuestra paz fue sobre Jesús.
Isaías 53.1-12.
El profeta Isaías se admiró de la revelación especial que Dios le dió sobre el la venida del Mesías para que lo anunciase al pueblo, era un mensaje increíble para todos.
El Mesías sería prosperado, engrandecido, exaltado y puesto muy en alto, pero sería visto por los hombres como alguien común, de pueblo, sin riquezas ni pompa, acostumbrado a la vida difícil, con dolor y sufrimiento, a ser despreciado, sin gozar de estima, al verlo se iban a esconder.
Dios creó al hombre para su gloria, honra, honor y alabanza. Él es la fuente de pureza, santidad y bondad; odia el pecado a muerte. Todos nosotros nos apartamos de Dios, siguiendo nuestro camino, fuimos condenados a morir y después al juicio. Sin embargo, el Señor planeó nuestra salvación.
Dado que todo designio nuestro es de continuo al mal, no podemos obedecer la ley de Dios, él decidió hacerse hombre sin cometer maldad ni engañó a nadie, sufrió nuestros dolores, enfermedades, fue herido, molido por el castigo de nuestras rebeliones y pecados; nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido, sin embargo así él cargó el pecado de todos nosotros. Él, en silencio se angustió y afligió al ser juzgado injustamente, sentenciado a morir crucificado. Así fue quitada su vida de la tierra de los vivientes, como un maldito, malvado y perverso, pero fue sepultado donde se entierran los ricos.
Así Dios lo quebrantó, lo hizo padecer, puso su vida en expiación por el pecado. Hoy los que creemos el él y le hemos recibido en nuestro corazón, Dios nos a hecho de su linaje. Nuestro Señor Jesucristo vive para siempre y la voluntad de Dios es prosperada en su mano.
Hoy ve el fruto de la aflicción de su alma con satisfacción, con su conocimiento justifica a muchos, y lleva nuestras iniquidades. Cristo Jesús es grande, fuerte, con su vida venció la muerte.
Las naciones se asombran al ver como los hombres desfiguraron su hermoso parecer, más que a cualquier otro. Los reyes quedan callados, porque ven y entienden lo que nunca habían oído. Así, por él gozamos de paz, por su llaga fuimos curados.
Oremos: Padre santo que estás en los cielos, venimos con alegría y humildad ante ti, en el nombre de Jesús Señor nuestro, dando: ¡Gloria a Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo! ¡No hay nada ni nadie igual a él! ¡Amén, amén y amén!
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